Aldeas, pueblos y ciudades

Ricardo Timiraos describe  en este artículo un mundo en el que todos nosotros nos reconocemos. Y lo hace con tanta agudeza y tan caudaloso estilo que sería pecado de purgatorio dejarlo pasar sin compartirlo con vosotros.-R. B.

(A mi apreciado amigo, Javier Sampedro, con gratitud por sus atenciones y disfrutando de su libro: “ La leprosería de San Lázaro de Viveiro”).

Por Ricardo Timiraos Castro

Se apagaron las aldeas y con ellas el último humo que hablaba de pan agradecido. Allá queda la hierba alta, las ruinas dominando la vista y la herrumbre hija del abandono. Ya no se oye el carro de Manuel María ni el ladrido de los perros. Lo último se fue, o se apagó, y el camposanto también languidece en una rancia estampa de gente querida, escondida tras la lápida, esperando un futuro incierto. En soledad viven las casas abandonadas y los recuerdos y sólo así se entienden nuestras lágrimas y besos.
Los pueblos, antaño refugio de esa soledad y cansancio, también bajaron sus persianas y se cerraron puertas y comercios. Desaparecieron los niños a manos del flautista de la evolución social que promete trabajo a los papás. Mientras el futuro aprieta y las oportunidades escasean, la villa se sumerge en un mar de resignación, en una apatía de churros, y reza con una esperanza etérea. Un goteo constante de pérdida de servicios acompaña el declive, y aunque todos lo perciben, nadie se ve con el empuje necesario para revertir la situación. Sería lo deseable, pero la vida es inflexible, exigente y dura, por más que se edulcore con sucedáneos. Se acabaron los mantras y los sueños más bonitos del wasap. Ya no quedan ni jardines, ni parque, ni barcos, ni bancos, ni bares, ni partidas, ni tertulias con quien conversar, ni abuelas en las iglesias, ni se oye la algarabía alegre de los niños. Sólo está ahí el lugar que ocupaban. Hasta la campana se pregunta para quien toca. Sólo se ven calles vacías y recuerdos de amigos perdidos en la vorágine de la vida. Sólo quedan lluvia y charcos. Si acaso algún vecino resistente a la desolación y la decrepitud.
Reparará el lector que repito la palabra sólo. Y es que los huecos, si no se rellenan, quedan huérfanos. Y en estas circunstancias todo se convierte en orfandad y desolación. Por eso apenas se ven los viejos con su garrota paseando lentamente, día tras día, para abrazar los escasos rayos del sol y viviendo en la solitaria estancia, reciclada en palomar, de aquellos pisos construidos en tiempos de vacas gordas, tan compresiblemente bien intencionados como verdaderos monumentos a la barbarie urbanística no exenta de egoísmo. Allá queda el pueblo, sumergido en la Historia de sus laureles, evocando un pasado imperfecto, viviendo un presente decrépito y soñando un futuro ignoto. Sus hijos emigraron a buscarse las habichuelas y los escasos jóvenes que quedaban agarraron la maleta de sus dolores y también huyeron, entre lágrimas de realismo, para empezar a comprender lo que significa la emigración. Allí, en el pueblo, quedan los sueños de los abuelos sumidos en el trágico estoicismo de sus vidas, imaginando a unos hijos que no ven, a unos nietos que indefinidamente esperan y sospechando un lugar de residencia que a ellos se les antoja inhóspito. La dolorosa emigración adapta la vida a otra gente, a otra mentalidad y a otro hábitat distinto. Ni mejor ni peor. Lo bueno de las personas es que el corazón ama sin fronteras.
Con frecuencia oímos despreciar a la ciudad como si ella fuese la razón del despoblamiento de los pueblos. Craso error. El trabajo en las ciudades lo crean las empresas y las ciudades son meras receptoras de su mano de obra. La gente se mueve por el pan. Después están sus sentimientos que lícitamente cada cual puede elegir; sin embargo, culpar a las ciudades de la despoblación o de las posturas políticas de los dirigentes no deja de ser absurdo. En realidad, las ciudades son o unos grandes pueblos; o si se quiere, una suma de pueblos donde cada cual desempeña su rol cívico.
Mucho se lleva dicho de si la ciudad es un rompeolas de la vida, de si la tierra de promisión de los sueños, que es el puerto de arribada de los quijotes… cada cual lleva el corazón en el morral y rápidamente encuentran los molinos de viento, con realistas aspas, que hacen añicos las lanzas. Aquí vive también Dulcinea para convertirse en Cenicienta.Y quizá trabaje en el palacio del rico epulón mientras su vecino encuentra el puente o la chabola donde aparcar su miseria. La ciudad es una aldea elevada a una potencia x donde la grandeza y magnificencia, también exponencialmente, resalta la crueldad y el egoísmo humano.
Escaso es el valor de la fama o el anonimato. Todo es intercambiable y efímero. Mientras, el hombre adapta sus sueños a una tozuda realidad que lo sitúa en el punto que le toca. La fauna humana sigue siendo la misma. Hay fantasmas, hombres íntegros, cotilleo, sabios, cretinos, trepas, gentes con principios, derrotados, currantes, vividores… la misma gente que siempre adornan o estropean aldeas y pueblos.
Y si bien es cierto que la ciudad implica oportunidades, innovación, un abanico de posibilidades culturales, educativas, deportivas y en otras múltiples facetas, cierto también es que en ella afloran problemas que complican el desarrollo de la vida como precios caros, contaminación, distancias…
todos los lugares tienen sus pros y contras. Y cada cual busca su ubicación. ( Continúa)

II

Para mí la aldea es el lugar de mi amor. De la aldea es mi mujer y su familia, mis ancestros familiares, las humildes gentes que siempre se sacrificaron por hacerme feliz. De la aldea son algunos buenos amigos con los que comparto vida, sueños, penas y alegrías. De la aldea fue Sil, nuestro perro, aquel fiel amigo que nos esperaba en la madrugada. De la aldea son las cerezas, los higos, las ciruelas blancas, las vacas, los cerdos y las ovejas. Allí viven los árboles de múltiples variedades. De la aldea son las fiestas con su misa, sesión vermouth, sus pantagruélicas comidas, sus alegres canciones y las verbenas casi eternas. De la aldea es la alegría feliz del Beatus ille, el carpem diem y el tempus fugit. La aldea es una gratísima evocación de la felicidad que tomo en monodosis.
El pueblo es mi cuna y como tal mi hábitat natural. El mar donde me mojo, la calle donde sueño, la música que me arrulla, la vieja escuela de la vida, la campana que anuncia despedidas, el jardín donde añoro las camelias, los árboles que todavía me asombran. El pueblo es la iglesia de mi infancia, la terraza donde comparto en grata compañía, el placer de los abrazos de la familia y los amigos, mi refugio de soledad. Y el mar siempre esperando las redes de los sueños. Y no me olvido de la lluvia, que tantas lágrimas esconde, ni la barbarie que tanto destroza nuestras ilusiones, ni las miserias que siempre acompañan nuestras vidas. El pueblo ama y a veces tarda, porque siendo nosotros hijos del “País de las nubes”, espera al sol para sonreír.
La ciudad para muchos como yo es el pan y el sudor. Y la tierra donde hay quien aprovecha las oportunidades. Aquí vive en el anonimato la picaresca y la explotación, la fraternal acogida y el más rancio racismo, la amistad sincera y el olvido más ilógico. Aquí vive el altivo en el pedestal de la soberbia y la vanidad buscando un aplauso de la masa, mientras el obrero no descansa y evita el tiempo en esos absurdos pensamientos. Aquí vive la estrella y millones de estrellados y no pasa nada trascendente. Aquí vive el hombre callado, humilde, sincero y anónimo que entiende la vida con esa sencillez.
Con unos y otros esta es la sociedad en que vivimos, los lugares de nuestras vidas y allí donde a cada cual nos toca sembrar nuestros sueños. Hay quien busca dinero, bienestar, reconocimiento… otros hemos nacido para utilizar nuestra humilde inteligencia luchando por cosas tan sencillas como buscar la paz, la justicia social, la alegría, la fraternidad, la solidaridad… En definitiva el amor y esas cosas maravillosas que tiene la vida. Y cada cual tiene su responsabilidad con el futuro.

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